Hola, ésta página servirá para ingresar a actividades específicas que nos permitirán comentar en la clase.
La primera Tarea es ver la película siguiente.
La película es cristiana, lo importante de ella no es la religión que se profesa, cada uno de nosotros es libre de creer en lo que mejor considere. Lo importante es observar la forma en que se presentan los argumentos, la forma en que cada debatiente, el ateo y el creyente, formulan sus pensamientos y los sostienen.
La presentación del trabajo es de la siguiente forma: Un texto máximo de dos páginas y mínimo de una, recuerda tomar argumentos que sostengan la postura y comentar la forma en que o hace. La presentación de la página es la siguiente, Margen izquierdo de 3 cms. derecho de 1.5 superior e inferior de 2 cms.
La identificación del trabajo: nombre del alumno, módulo, nombre del trabajo y fecha se colocan en la parte superior cargado a la derecha.
Recuerda emplear hojas recicladas.
Recuerda que la limpieza y ortografías son la mejor presentación..
La primera Tarea es ver la película siguiente.
La película es cristiana, lo importante de ella no es la religión que se profesa, cada uno de nosotros es libre de creer en lo que mejor considere. Lo importante es observar la forma en que se presentan los argumentos, la forma en que cada debatiente, el ateo y el creyente, formulan sus pensamientos y los sostienen.
La presentación del trabajo es de la siguiente forma: Un texto máximo de dos páginas y mínimo de una, recuerda tomar argumentos que sostengan la postura y comentar la forma en que o hace. La presentación de la página es la siguiente, Margen izquierdo de 3 cms. derecho de 1.5 superior e inferior de 2 cms.
La identificación del trabajo: nombre del alumno, módulo, nombre del trabajo y fecha se colocan en la parte superior cargado a la derecha.
Recuerda emplear hojas recicladas.
Recuerda que la limpieza y ortografías son la mejor presentación..
La educación también se muestra en la calle
Salvador Saules (2007). Texto inédito.
[1]
Cada mañana sucede lo mismo, Susana y su hija Clara intentan resguardarse sin mucho éxito del asedio vehicular matutino en las prácticamente inexistentes banquetas de la Ciudad de México. Porque a pesar de los innumerables intentos de mejorar la vialidad de esta ciudad, los resultados no han sido del todo fructíferos. Y si a esto se le suma el pésimo comportamiento de los peatones, y sobre todo de los conductores, los problemas se vuelven aún más complejos. Las banquetas son muy pequeñas para ser cómodamente transitadas por una madre y su hija rumbo a la escuela; pero más pequeñas aun si a esta situación se le agrega la imprudencia de quienes deciden estacionar en ellas sus autos, obligando a todos los peatones que por ahí caminan a emprender su marcha por la mitad de la calle. ¨La reducción de las banquetas es proporcional al tamaño de nuestra barbarie¨, ha dicho alguna vez poeta Luigi Amara.
[2]
Los habitantes de las grandes ciudades padecemos un mal común: no poseemos una cultura vial que nos permita desempeñarnos correctamente, ya sea como conductores o como peatones. Nos pasamos las luces del semáforo en rojo y creemos que la luz amarilla es para aumentar y no para disminuir la velocidad, no respetamos las señales de tránsito ni las banquetas y, sobre todo, pensamos que somos los únicos que estamos con el tiempo medido y por tanto tenemos derecho a tocar el claxon permanentemente; pero no sólo son los conductores, como peatones no importa exponer nuestra vida al cruzar las calles de manera imprudente si esto implica ganar cinco minutos de nuestro tiempo que gastaríamos en el recorrido por el puente peatonal.
[3]
La situación es muy alarmante ya que en la Ciudad de México, durante 2006, según un estudio del Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo, de los 1,373 muertos por accidente de tránsito, 861 fueron peatones. La gran mayoría de ellos fue por imprudencia y por falta de seguimiento de las normas viales básicas, como cruzar las calles en sitios indebidos o no utilizar el cinturón de seguridad.
[4]
A pesar de la magnitud del problema, existen varios caminos que podemos transitar para lograr revertir esta situación. Muchos países han transformado sus caóticos sistemas de vialidad, apostando por medidas prácticas y serias. La educación de una cultura vial basada en el conocimiento y en el respeto de las reglas de tránsito ha sido un elemento sustancial. Además, en países como Australia o Canadá los gobiernos han realizado grandes esfuerzos para adecuar un transporte urbano a las necesidades de sus habitantes, restringiendo de manera real el uso de los autos y ampliando los espacios para que puedan ser utilizados de manera segura por peatones y ciclistas.
[5]
Es cierto que estamos hablando de lugares con realidades muy distintas a las nuestras y que quizás algunos de estos proyectos resultarían de difícil aplicación en México. Pero muchos de ellos no necesitan de una gran inversión presupuestal y han beneficiado a sus habitantes mejorando su calidad de vida, registrando descensos en accidentes fatales, embotellamientos y en sus niveles de contaminación atmosférica y sonora.
[6]
El verdadero problema es imaginarse cómo una comunidad que necesita de todos para poder subsistir. Si uno saliera en auto o a pie concientizado de que esta ciudad no es sólo nuestra, si saliéramos pensando en que nuestras acciones equivocadas afectan necesariamente a los demás, entonces pensaríamos dos veces cuando quisiéramos estacionar nuestro auto en la banqueta, pues sabríamos que seguramente una madre y su hija, por ejemplo, van a arriesgar su vida si se ven obligadas a utilizar la calle para caminar. O cuando decidimos no recurrir al paso peatonal porque está muy alto o muy lejos, pensamos que no sólo estamos arriesgando nuestras vidas; sino la del conductor que se verá sorprendido ante nuestra imprudencia.
[7]
¿Estamos dispuestos los habitantes de la Ciudad de México a ser una metrópoli con una verdadera educación vial? Es nuestro reto, basta que nos decidamos a aceptarlo.
Texto 4
El reconocimiento del papel de la mujer en los comienzos de la historia ha crecido, antes de haber disminuido. Ella fue la que, a diferencia de toda otra criatura viviente, hizo que el compartir el alimento fuera una sólida actividad comunal, e incluso una actividad hospitalaria que alcanzaba al extranjero, haciendo que ese compartir se volviera una ambición exclusivamente humana.
Entre los mamíferos, las hembras proveen del producto de sus cuerpos en forma de leche y calor. Pero solo la mujer había de lograr que el compartir fuera un fenómeno universalmente social, hasta el punto de que sus hijos –como bebés, luego como adultos machos y hembras, y por último como padres– hubieran de compartirlo todo sin tener en cuenta sexos o edades. Ella es quien hizo del compartir un imperativo comunal sagrado, y no meramente un factor transitorio o marginal.
No podemos ignorar el hecho de que las actividades forrajeras de la mujer contribuyeron a despertar en la humanidad un agudo sentido de arraigo. Su sensibilidad ayudó a crear no solo los orígenes de la sociedad, sino literalmente las raíces de la civilización, tarea que el varón siempre se ha atribuido arrogantemente. Su “aporte de la civilización” fue distinto al del macho depredador: fue más doméstico, más pacificador y más comprometido. Su sensibilidad era más honda y más esperanzada que la del varón, puesto que ella portaba en su propio cuerpo el antiguo mito de una perdida “edad de oro” y de una naturaleza fecunda. Sin embargo, e irónicamente, ella ha estado, entre nosotros, rodeada de un Habilidades misterio especial, un misterio cuyas potencialidades han sido brutalmente disminuidas, pero que siempre ha estado presente como la voz de la conciencia.
Erich Fromm, en los sugestivos ensayos que preparó para el Instituto de Investigación Social, hizo notar que el amor de la mujer, comparado con el del patriarca, que otorga amor con recompensa por el desempeño y el cumplimiento de los deberes por parte del niño, “no depende de alguna obligación moral o social para que el niño cuente con él; ni siquiera tiene la obligación de retribuirlo”. Este amor incondicional, sin espera de recompensa filial, da lugar a que lo humano sea un fin en sí mismo antes que un instrumento de la jerarquía y de las clases sociales.
El reconocimiento del papel de la mujer en los comienzos de la historia ha crecido, antes de haber disminuido. Ella fue la que, a diferencia de toda otra criatura viviente, hizo que el compartir el alimento fuera una sólida actividad comunal, e incluso una actividad hospitalaria que alcanzaba al extranjero, haciendo que ese compartir se volviera una ambición exclusivamente humana.
Entre los mamíferos, las hembras proveen del producto de sus cuerpos en forma de leche y calor. Pero solo la mujer había de lograr que el compartir fuera un fenómeno universalmente social, hasta el punto de que sus hijos –como bebés, luego como adultos machos y hembras, y por último como padres– hubieran de compartirlo todo sin tener en cuenta sexos o edades. Ella es quien hizo del compartir un imperativo comunal sagrado, y no meramente un factor transitorio o marginal.
No podemos ignorar el hecho de que las actividades forrajeras de la mujer contribuyeron a despertar en la humanidad un agudo sentido de arraigo. Su sensibilidad ayudó a crear no solo los orígenes de la sociedad, sino literalmente las raíces de la civilización, tarea que el varón siempre se ha atribuido arrogantemente. Su “aporte de la civilización” fue distinto al del macho depredador: fue más doméstico, más pacificador y más comprometido. Su sensibilidad era más honda y más esperanzada que la del varón, puesto que ella portaba en su propio cuerpo el antiguo mito de una perdida “edad de oro” y de una naturaleza fecunda. Sin embargo, e irónicamente, ella ha estado, entre nosotros, rodeada de un Habilidades misterio especial, un misterio cuyas potencialidades han sido brutalmente disminuidas, pero que siempre ha estado presente como la voz de la conciencia.
Erich Fromm, en los sugestivos ensayos que preparó para el Instituto de Investigación Social, hizo notar que el amor de la mujer, comparado con el del patriarca, que otorga amor con recompensa por el desempeño y el cumplimiento de los deberes por parte del niño, “no depende de alguna obligación moral o social para que el niño cuente con él; ni siquiera tiene la obligación de retribuirlo”. Este amor incondicional, sin espera de recompensa filial, da lugar a que lo humano sea un fin en sí mismo antes que un instrumento de la jerarquía y de las clases sociales.